Hay algo absurdo en esperar una revuelta popular o una revolución en el tiempo largo de la historia cuando el tiempo corto presiona por cambios en el corto y mediano plazo
Tras la multiplicación de encuestas que le entregan a la opción En contra entre 15 y 20 puntos de diferencia para el próximo plebiscito constitucional que tendrá lugar en dos semanas más, se ha abierto paso la pregunta, tan elemental como legítima, acerca del día después. Mejor dicho, respecto de lo que viene tras triunfar –hipotéticamente– la opción En contra. La pregunta es si habrá un tercer proceso constituyente, o si el proceso termina el 17 de diciembre.
En la última línea recta de la campaña, la oposición de derecha, junto a los partidos grupusculares de Amarillos y Demócratas, han buscado revertir el pronóstico de las encuestas apelando a votar A favor del texto constitucional con el fin de darle término al proceso constitucional, haciendo de este argumento una razón principal para sufragar, dejando en un segundo rango de importancia las razones de primer orden referidas al contenido de la nueva Constitución. Si bien el Gobierno lleva semanas garantizando que no habrá un tercer proceso en caso de que triunfe la opción En contra, es el Partido por la Democracia (PPD) el que fue categórico sobre este punto, asegurando a través de su presidente, Jaime Quintana, que el partido no impulsará ninguna iniciativa de cambio constitucional antes del 2030.
Estas respuestas a la pregunta por el día después debiesen haber sido suficientes para despejar toda duda, pero los partidos opositores vieron una ambigüedad y una ventana de oportunidad para hacer de la incertidumbre una buena razón para votar A favor una vez conocida la toma de posición de la totalidad de los partidos oficialistas: “HOY no hay espacio para seguir discutiendo acerca de la Constitución”, lo que significa que “desde ya, reiteramos que nuestros votos no estarán disponibles para tener HOY otro proceso constitucional”. Coloco en mayúsculas la palabra hoy porque es en torno a esa palabra que ha girado la última línea recta de la campaña opositora, en donde el hoy es asumido de modo literal (viendo una falta de compromiso con el mañana, eventualmente en el corto plazo), al carecer de suficiente poder categórico para garantizar vaya uno a saber qué futuro: ¿años de tranquilidad constitucional (¿pero cuántos años son esos?), ¿tal vez décadas (el diputado de Renovación Nacional Frank Sauerman sostuvo muy en serio: “Yo en vez del año 2030 sugeriría el año 2070″)? ¿o quizás nunca más?
Hay algo pueril e irrealista en esta discusión, ya que más allá del compromiso adoptado por el oficialismo para lo que resta del mandato presidencial de Gabriel Boric, es extraño e ingenuo amarrar el futuro haciendo como si este fuese domesticable. Si esta extraña discusión ha sido posible (más allá del sentido de oportunidad electoral de la oposición), es porque hay algo mucho más profundo involucrado. Si Chile llegara a fracasar por segunda vez en ratificar una propuesta de nueva Constitución, es legítimo preguntarse por las condiciones históricas de validez del plebiscito de entrada de octubre de 2020, en el que el 78% del electorado (con un abstencionismo del 50%) optó masivamente por cambiar la Constitución de 1980. Si bien el dato sigue allí, incólume, ¿es sostenible que esa voluntad del pueblo sea invariablemente la misma por años, y eventualmente décadas?
La pregunta es muy inquietante y con un potencial divisivo para las izquierdas, ya que el Partido Comunista y buena parte del Frente Amplio seguirán efectivamente viendo en el plebiscito de entrada de 2020 una fecha originaria, cuya potencia resiste el paso del tiempo. A decir verdad, el problema del término del efecto habilitante del resultado de 2020 tiene una dimensión normativa, pero es sobre todo el carácter político del problema el que es predominante. Chile no es, ni será el primer país en enfrentar preguntas de este tipo: los islandeses aún esperan que la Constitución que fue diseñada por 25 ciudadanos comunes, cuyo origen fue aleatorio en 2011 (tras innumerables etapas de participación popular), sea implementada por el Parlamento, un órgano que desconoció olímpicamente la aprobación del texto por un referendo no vinculante que lo aprobó con el 67% de los votos.
¿Qué ocurriría si el Congreso chileno, por las razones que fuesen, emprendiera un largo camino de reformas a la Constitución de 1980 procediendo por etapas, sin necesariamente disponer de una hoja de ruta consensuada, sino por tácita aceptación de ciertas realidades debido a razones contingentes, como por ejemplo reformar el sistema político reduciendo la fragmentación de la Cámara de Diputados aprovechando que los quórums requeridos son ahora de 4/7, y el día de mañana el sistema previsional por razones de contingencia demográfica?
Es cierto que resulta difícil pensar en este tipo de reformas –que suponen acuerdos– en condiciones de alta polarización de las élites parlamentarias. Pero al mismo tiempo, hay algo absurdo en esperar una revuelta popular o derechamente una revolución en el tiempo largo de la historia cuando el tiempo corto presiona por cambios en el corto y mediano plazo.
Fuente: El Pais